BIOGRAFÍA

En la obra de Luis García Gil (Cádiz, 1974) conviven de manera absolutamente personal literatura, cine y canción de autor. En el ámbito de la canción ha publicado Serrat, cantares y huellas, Serrat y Sabina a vista de pájaro, Jacques Brel, una canción desesperada, Javier Ruibal, más al sur de la quimera y Joan Isaac, bandera negra al cor. Su amor al cine ha dado como fruto el libro François Truffaut publicado por Cátedra y el guión y producción del documental En medio de las olas dedicado a su padre el poeta José Manuel García Gómez. También ha producido el documental Vivir en Gonzalo que ha dirigido Pepe Freire y en el que se profundiza en la obra de Gonzalo García Pelayo. Como poeta es autor de La pared íntima, Al cerrar los ojos y Las gafas de Allen. Es autor además del libro José Manuel García Gómez, un poeta en medio de las olas.




miércoles, 20 de noviembre de 2013

UNA CIUDAD DONDE NUNCA LLUEVE

Queridísimo Eduardo, colega letraherido, ha llegado el día de tu verdadero bautismo literario, ese día en el que te lanzas al tumultuoso ruedo ibérico de la escritura con esta primera novela sobre una ciudad donde nunca llueve que puede ser cualquier ciudad. Por esa ciudad, suma de muchas ciudades, transita tu antihéroe que espía a una mujer que ya no le pertenece, que sufre el síndrome –que tanto le gusta a Enrique Vila-Matas- del escritor que no escribe y que por si esto fuera poco ha mordido el polvo tantas veces que ya ha perdido la cuenta.

En mi camino a Las Libreras hice parada en un bar de reciente apertura llamado La posada de John Dos Passos  -perdón por la publicidad-. Vengo algo bebido, lo reconozco, pero no pude resistirme a pedir un Jack Daniels y a perseguir con la mirada a una chica morena de tejados ceñidos y gastados. Acodado a la barra andaba también por allí Julio Antúnez, poeta maldito que daba cuenta de un bourbon y que me ha pedido que disculpara su ausencia. Julio andaba con un ejemplar bastante maltratado de Manhattan Transfer. Le pregunté al propietario de La posada de John Dos Passos, orgulloso capataz de la Semana Santa gaditana, si conocía el Bar de Luiselchino pero no atendió a  mi pregunta y prefirió enseñarme su colección de fotos del Nazareno bajando por la Cuesta de Jaboneria desde los años setenta de la primera instantánea hasta su última aparición por el barrio de Santa María con esa melena al viento cruzándole el armenio rostro. En La Posada de John Dos Passos sonaba la música de un cantautor gaditano llamado Fernando Lobo que me sonaba bastante. El propietario de La Posada de John Dos Passos me guiñó un ojo y me dijo: "Si este tipo compusiera marchas procesionales sería la ostia..." En una mesa del local departían un tipo que era conocido como el pintorquelovendetodoyencontró el amor y otro que se hacía llamar el filosofovivalavirgen que no hacía otra cosa que decir que Shakespeare es un autor sobrevalorado y eso que estaba metido en una representación gay de Hamlet... ¿O era una representación sobre la vida de Belén Esteban? Ya no me acuerdo. 

Al salir de La posada de John Dos Passos me dispuse a fumar un cigarro pero no tenía fuego. Un tipo llamado chalecodepana me ofreció su mechero en el que creí adivinar un retrato de Bakunin...¿O era de Bustamante? Ya no lo recuerdo. Demasiadas coincidencias pensé o demasiado alcohol o quizá estaba confundiendo ficción y realidad y me perseguían los personajes de la novela que venía a presentar

El caso es que he llegado a Las libreras algo tambaleante pero por mi propio pie y lo primero que he pensado es que hace diez años que me encontraba donde tú te encuentras ahora, con la emoción de haber publicado mi primer libro, aquel Serrat, canción a canción que tú bien conoces. Pasado el tiempo, sumados libros y experiencias en este andar tan largo, me siento inmensamente feliz de estar aquí, de ejercer de maestro de ceremonias de quien lleva la literatura a flor de piel, de una forma mucho más profunda que muchos literatos que conozco.

Tu primera novela no balbucea, carece del titubeo que se podría suponer en una primera obra. En ella ya te asientas como un escritor que sabe lo que quiere, que sabe también que no hay literatura que no se construya en torno a esa tentación del fracaso de la que hablaba Julio Ramón Ribeyro, prosista apátrida como también yo a ti te siento, querido Eduardo.

Al leerte pienso en todas las novelas que llevamos con nosotros, las novelas del aprendizaje, de las noches en vela, de las tardes crepusculares, de lluvia en los cristales y café, y pienso en aquel Balzac que construyó con su catedralicia comedia humana todas las voces y ecos que componen una vida; o en esa generación perdida, tan alcoholizada como el personaje que transita por esta ciudad donde nunca llueve y que podría ser cualquier ciudad.

Hoy me acuerdo más que nunca de aquellas conversaciones que teníamos en la librería de viejo de nuestro amigo Chencho. Galopaba la tarde al filo de su ocaso y tú y yo nos preguntábamos a donde lleva el verso que se escribe, la tonada que se canta, las palabras que forcejean con el viento para nombrar el tiempo que habitamos, la memoria de los cuerpos, de los objetos cotidianos, de los paisajes y de las ciudades en donde nunca llueve.

Vivimos en un mundo extraño de gente que busca la fama a cualquier precio como bien desmenuzas en tu novela donde nunca llueve. Hay quien ha escrito más libros de los que ha leído. Das una patada y salen escritores. Todo el mundo es bloguero o escritor sin haber rozado una página de Onetti en su vida y digo Onetti por decir alguien que llevaba la literatura inyectada en vena. Cualquiera publica, cualquiera se siente escritor, cualquiera junta letras y encuentra un amigo editor que las dé por buenas y las publique o soborna a un jurado para ganar un premio literario. Pero la literatura, la verdadera literatura es otra cosa, es jugarse la vida en una línea o situar como Stendhal un espejo en un camino para fundirse a la realidad que se canta y se lleva incorporada a la piel. Tú sabes ciertos secretos de la escritura y lo hemos hablado muchas veces. En Una ciudad donde nunca llueve hay esa exigencia de la buena literatura, esa búsqueda de una voz propia que se ha hecho a base de lecturas y de conversaciones imaginarias con escritores fantasma que aparecen en sueños y nos dictan palabras al oído. 

Le he tomado cariño al personaje protagonista de tu novela, un tipo desesperanzado que teme al tiempo que pasa y habla de la infancia como ese territorio inexpugnable donde no llega ni el silencio que hiere ni la muerte acechante. He leído con él a Baudelaire y he corrido a recuperar el disco que Leo Ferré dedicara al inmenso poeta francés para que a su modo también Ferré forme parte de la banda sonora que suena en la ciudad donde nunca llueve que podría ser cualquier ciudad con un metro bajo tierra lleno de miradas que rehuyen el encuentro.

Yo quisiera acabar esta presentación con Miguel Hernández, admirable poeta, “viento del pueblo” que nos unió también desde el principio de nuestra amistad y que Aznar y la chica de los pantalones ceñidos y gastados leen en la intimidad. En Una ciudad donde nunca llueve tu personaje cita la palabra esperanza y la deja prendida de los ojos de su hijo “pequeño espermatozoide”. En ese momento yo me acordé del poeta oriolano al que tu escritura persigue desde hace tiempo. Y me acordé de un poema que grabó Serrat en el lejano 1972 y en el que Hernández terminaba clamando por la esperanza que es lo que debe quedar cuando nada queda, como forma de afrontar los golpes de la vida.  Rescato este poema de esta Antología de poesía cotidiana que traigo conmigo y que coordinó Antonio Molina al que no hay que confundir con el autor de "Soy minero". Quiero que estos versos alienten tu vida futura y tus libros futuros y que siempre recordemos ese día en el que presentamos tu primera novela, tu primer sueño escrito, tu primera piedra en el intrincado camino de la literatura donde abundan las rencillas, las zancadillas y los egos pero donde uno puede encontrar el privilegio de darle la alternativa a un amigo y hacerlo con la palabra eterna de Miguel Hernández con quien tanto queremos:  
Pintada, no vacía: 
pintada está mi casa 
del color de las grandes 
pasiones y desgracias.

Regresará del llanto 
adonde fue llevada 
con su desierta mesa 
con su ruidosa cama.

Florecerán los besos 
sobre las almohadas. 
Y en torno de los cuerpos 
elevará la sábana 
su intensa enredadera 
nocturna, perfumada.

El odio se amortigua 
detrás de la ventana. 

Será la garra suave. 
Dejadme la esperanza.

autógrafo

domingo, 17 de noviembre de 2013

BLUE JASMINE


"Nos gustan sus películas. Sobre todos las divertidas..." le decía un seguidor al cineasta Sandy Bates, alter ego de Woody Allen en Stardust memories (aquí traducida como Recuerdos), una obra maestra que fue vilipendiada por buena parte de la crítica estadounidense, la misma que ahora encumbra Blue jasmine. Sandy Bates no quería volver a hacer películas graciosas y lo argumentaba con estas palabras: "Miro el mundo que me rodea y todo lo que veo es sufrimiento humano". Al contrario que Sandy Bates Woody Allen no ha dejado de hacer comedias e incluso Blue Jasmine aligera el drama con alguna que otra pincelada de indudable humorismo. 

La vida no es un camino de rosas. A veces Woody Allen ha buceado en Bergman para ofrecer severas lecturas de la existencia. Recuérdese el giro dramático que supuso Interiores o la concentración que imperaba en Otra mujer con la que vino a culminar la década de los años ochenta. Blue jasmine es un impecable retrato de una mujer a la deriva a la que da vida una extraordinaria Cate Blanchett. No se trata de un drama de reminiscencias bergmanianas sino una de esas películas en las que Allen revela su consabida personalidad de cineasta, más allá de las referencias que quieran buscarse, de Jane Austen a Tennessee Williams. En este último caso la referencia a Un tranvía llamado deseo resulta inevitable. 

Woody Allen filma San Francisco como territorio doliente de la desterrada Jasmine cuya vida de lujos ha tocado a su fin. El mundo de la alta burguesía de Manhattan ya no le pertenece. Su silueta cansada no halla respuestas en el mundo real después de haber vivido en una burbuja de apariencias. La crisis económica no entiende de clases sociales y se ha llevado por delante algunas fortunas construidas sobre la más absoluta falta de ética. Woody Allen se erige en fabulista de un mundo en descomposición que Jasmine encarna con su soledad final, con esa huida a ninguna parte que la cámara del cineasta hace suya mientras imaginamos la melodía de "Blue moon" desvaneciéndose, como parte de un escenario al que ya se le ha prendido fuego. 

En Alice Woody Allen satirizaba a la clase alta neoyorquina. El cineasta vivía entonces en la parte alta del East Side de Nueva York pero esto no le impedía meter el dedo en la llaga de la inanidad de ciertos comportamientos y actitudes. Blue jasmine va más lejos en su forma de confrontar socialmente la vida de dos hermanas, la una nadando en la abundancia de un mundo ficticio y la otra sin más aspiración que la de acudir todos los días a su puesto de trabajo como cajera de un supermercado. La colisión de dos mundos opuestos subyace en una película que nace y muere en el rostro aturdido de Jasmine, en la imposibilidad de adaptarse a un medio que no le pertenece. En tales circunstancias romper con el pasado resulta imposible y por eso mismo Blue Jasmine concluye con la desazón de un personaje vulnerable, neurótico, perdido, que es incapaz de aceptar su realidad y de tomar las riendas de su vida. Es uno de los finales más tristes que le recordamos a Allen que sigue con su ritmo febril de película al año. 

domingo, 3 de noviembre de 2013

EN BUENA COMPAÑÍA (TÉLLEZ Y LOBO)



Dice Juan José Téllez, con la flor de la utopía prendida del verso: "Más allá de los desastres y de las obras maestras/ de asesinos famosos y de bodas reales/hay un rastro de gestos que el mundo ya ha perdido...". Es la misma utopía que alumbra el cancionero de Fernando Lobo, que busca el espejismo, la ciudad invisible en "Lo que el viento me enseñó". Poema y canción se encuentran, aspiran el aroma a brea de un puerto tenebroso que invoca a la mujer de todos los caminos. De un lado y otro el peso del mundo, el del poema de Téllez y el de la canción de Hilario Camacho que Fernando Lobo recreó en el escenario de la Central Lechera de Cádiz. 

Entre versos y canciones se combate mejor el otoño y sus crepúsculos. Danzan los amigos del alma y la vida es un poema revestido de magia. Aparece Inma Márquez y su voz desata un río de bellezas. "No sé renunciar" suena vibrante en su quietud melodiosa. La cantan Fernando Lobo e Inma Márquez, la bailan Al& Cris Tango, la sueña Andy Pérez a la guitarra. 

Téllez recita The lady is a tramp cual rockero fronterizo modelando un repertorio de causas perdidas. La mujer es un misterio, una duda, un precipicio pero guarda las llaves de la salvación eterna. Fernando Lobo moja los dedos en un blues que perfuma las rocas de la Caleta. Todo converge en este recital de sueños compartidos: el amor, la idea, la revolución, las músicas que vienen del fondo de los equipajes. 

Pedro Cortejosa irrumpe con su saxo y las secuencias como olas   sutiles se suceden, como cuando Ignacio Lobo acaricia "Mi Buenos Aires querido". Téllez recita un hit: "Staying alive" (...el poder me venció pero nunca me rendí...) y hay quien retrocede en el tiempo a una era que paría un corazón y una incipiente democracia que resultó ser otra cosa.

Se intercalaron más poemas y más canciones. La lluvia, Salvoechea, el idilio con Cuba, la travesía porteña, la vieja Europa quebrada en la guitarra del trovador errante. Y uno se pregunta sin aguardar respuesta: ¿Dónde estaban los poetas y cantautores de la ciudad trimilenaria? Cada cual con sus asuntos pero lejos de sumarse con su presencia a  esta lírica de mares y ensueños que Téllez y Lobo construyeron con una delicadeza absoluta.   

El  recital concluyó con los sones de "Torre Tavira", regalo que me hizo Fernando Lobo para recuperar la memoria amorosa de un poeta en medio de las olas que me enseñó mucho de lo que soy. A la noche no le faltó una fotografía en la que concentrar todos los sentimientos, todo lo que nos termina uniendo en este camino que llamamos vida, toda la poesía y toda la canción que late en la palabra amistad, la misma que Fernando Lobo y Juan José Téllez desplegaron en una cálida noche de noviembre. 
*De izquierda a derecha Cristina del Castillo, Inma Márquez, Fernando Lobo, Eduardo Flores, Alberto Sahagún y el que suscribe. 

sábado, 2 de noviembre de 2013

LA TRAMA DE NOVIEMBRE



Llega noviembre nombrando recuerdos inasibles de seres que ya no están con nosotros. De pronto dos libros en la mesilla de noche conversan delicadamente, trazan su discurso mortuorio, su meditación trascendente. De un lado La trama inextricable de Juan Gil-Albert que el escritor alicantino dedicó a mi padre en el mes de mayo de 1968, mes de barricadas y utopías parisinas. De otro lado Las puertas de la noche, excelente libro de Alejandro Gándara, novela con mucho de ensayo, de penetración en el jardín umbrío de las cosas idas. En ambas obras se cruzan personajes a punto de abandonar el mundo de los vivos, enfermos terminales como sombras en la niebla. Dice Gil-Albert: 
Nada de lo que nos han dicho de la muerte explica nada y bien poco nos sirve. Lo único convincente de la muerte es ella misma. Su presencia no explica tampoco nada, pero lo resume todo. Unos han querido consolarnos, otros asustarnos; y ambas cosas a la vez. Pero no es consuelo lo que el hombre necesita para la aceptación de su trance, sino entereza. 
Alejandro Gándara y Juan Gil-Albert citan en sus libros esta sentencia de Epicuro: "¿Por qué preocuparnos por la muerte? Cuando vivimos ella no está; cuando ella llega, nosotros no somos? Pero la muerte es presencia e inquietud constante, atravesando los libros que leemos, las frases que subrayamos y el temor que sentimos. Y hay respuestas que buscamos en las estrellas. O en el poético cine de Terrence Malick que vuelve a invocar a Heidegger en To the wonder y cuyo sentido de la religiosidad no parece pertinente en estos tiempos de crisis absoluta de valores. Pero un plano de Malick nos revela las posibilidades del cine como arte, como imagen que se piensa, que exige del espectador una sensibilidad especial. 

La vida avanza, se ensancha en nuestros ojos, en todo aquello que amamos. Bob Dylan susurraba aquello de que la muerte no es el fin y Serrat, empapado de un existencialismo juvenil, cantaba "Si la muerte pisa mi huerto". Y el sol que sale nos dice que es tiempo de esperanza, tiempo de buscarse en las palabras que conciben prodigios, sueños, sortilegios.

En estos días de noviembre buscamos algo de nosotros en las huellas que se tragó el mar. Invocamos a los ausentes, a la rama que se suspende trémula en el árbol, al verso que se canta cuando todos se han ido, cuando quedamos a solas con aquello que somos.